Esa obsesión con la niebla me viene de lejos. De cuando adoraba a la laguna, a ese pozo incrustado en las montañas, donde mágicamente brota agua y allí se refleja la luna y ellas, que eramos nosotras, más sabias, pensábamos que ella, la luna, dormía en medio de la laguna y luego se hacia mujer y se hacía madre y cuando ya se cansaba se volvía serpiente e igual merodeaba por la laguna y cuando se aburría se hacía niebla y podía ver dentro de nosotras y nosotras podíamos atravesarla sin que nos mojara. Y cuando quería estar en todos los seres que la rodeaban, se volvía lluvia y se escurría desde la laguna hasta las nubes, que no eran más que niebla suspendida y desde allí, como un velo finísimo, caía y caía y si me quedaba mucho tiempo mirando parecía que también subiera y subiera. Y así, cuando veo bajar la niebla por la montaña como una presencia sutil e imponente, me alegro de saber que si corro muy rápido y ella baja hasta el suelo, nos podemos encontrar y volver una. Sé que