Esa obsesión con la niebla me viene de lejos. De cuando adoraba a la laguna, a ese pozo incrustado en las montañas, donde mágicamente brota agua y allí se refleja la luna y ellas, que eramos nosotras, más sabias, pensábamos que ella, la luna, dormía en medio de la laguna y luego se hacia mujer y se hacía madre y cuando ya se cansaba se volvía serpiente e igual merodeaba por la laguna y cuando se aburría se hacía niebla y podía ver dentro de nosotras y nosotras podíamos atravesarla sin que nos mojara. Y cuando quería estar en todos los seres que la rodeaban, se volvía lluvia y se escurría desde la laguna hasta las nubes, que no eran más que niebla suspendida y desde allí, como un velo finísimo, caía y caía y si me quedaba mucho tiempo mirando parecía que también subiera y subiera.
Y así, cuando veo bajar la niebla por la montaña como una presencia sutil e imponente, me alegro de saber que si corro muy rápido y ella baja hasta el suelo, nos podemos encontrar y volver una. Sé que ella se esperará y me abrazará. Pero, si aún así, no puedo bajar, porque hace mucho frío, porque me siento triste, porque prefiero mirarla en la distancia, ella vendrá más tarde, convertida en lluvia y yo estiraré mi mano y la sentiré muy cerca y las dos sonreiremos, mientras los rayos celosos relampaguean en la distancia. Y si aún así, no tenemos nuestro momento de contacto, sé que me esperará en la laguna o en el río y dejará que mis pies hagan contacto con el agua fresquísima que baja rugiendo de la montaña, volviéndose serpiente y espuma y aunque las ortigas vigilen en la orilla recelosas, mis pies saltarán muy alto y caeré en medio de las piedras y ella hecha agua fresquísima, me compartirá con los seres que viven en su vientre y yo me sentiré pequeñita, como un renacuajo que navega sin saber, que pronto podrá dar saltos de alegría.
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